En la plaza

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Llama Miguel, desde la Puerta del Sol, entusiasta y fatigado, con la voz  ronca. Miguel, que cumplió 26 años el lunes, 20 años justos después del día en que nos conocimos, en la puerta de su guardería. Tiene una conciencia política mucho más sólida de la que tenía yo a su edad, una vocación progresista limpia del todo de sectarismo y de las ideologías tóxicas que tanto respiró mi generación, y que dejaron tantas secuelas. Miguel, como Arturo o Antonio, como Elena, como tantas personjas de su generación a las que voy tratando gracias a ellos, es un  joven al que nunca he visto dejarse seducir por la demagogia política, mediática y publicitaria del juvenilismo. En el teléfono el clamor de la plaza suena de fondo mientras conversamos  como el mar en una caracola. Me cuenta los detalles prácticos que sabe que me gustan: que no hay banderas de partidos ni de sindicatos, que hay una guardería bien organizada, que se han montado turnos eficientes de limpieza. Es consciente de que políticos y opinadores empezarán pronto si no han empezado ya a chorrear halagos para apuntarse méritos que no les pertenecen. Todo es tan prometedor y es tan frágil: por lo menos, durante unos días, se habrán debatido problemas reales, se habrá vivido en islas de soberanía cívica no sometidas a la corruptela permanente del gallinero partidista, que ha ensordecido durante tanto tiempo la vida pública española. Un país en que se llama debate político a una bronca zafia de charlistas a sueldo en un programa de televisión basura -televisión chatarra, dicen en Perú, comida chatarra- es un país en el que hace falta revisar con urgencia los conceptos más elementales de la libertad de expresión.

Cuelga Miguel para volver a sus idas y venidas, a sus tareas, a sus discusiones asamblearias en la Puerta del Sol. Un amigo que hace de corresponsal medio secreto mío en Úbeda me cuenta que también allí habrá una concentración, imagino que en la plaza que se parece tanto a la que yo llamé del general Orduña. Con  asombro descubrirá la gente la fortaleza adulta de levantar la voz para discutir cosas reales y no fantasmagorías ideológicas, para organizarse sin seguir una  bandera ni una consigna ni aplaudir obligatoriamente a un demagogo profesional, para no ser comparsas ni público fanatizado y cautivo. Y para retirarse luego, cuando llegue el momento, con la elegancia ciudadana de no dejar un rastro de basuras que habrán de recoger otros.